Una
y otra vez, y otra y otra, y todavía más. Daba vueltas en unos irregulares
círculos sin encontrar dónde caer muerto. Sólo quería para sí un entierro, pero
en aquél lugar eso parecía hasta imposible. Nunca caía a tierra por mucho que
lo intentara, su incesante vaivén lo mantenía ahí, bien cerca de la estratosfera
mirando hacia abajo con algo que se asemejaba a la nostalgia. Empezaba a
familiarizarse con la sensación de flotar que tenía en la planta de sus pies.
No se decidía si eso le gustaba o no, era tan extravagante y fuera de lo
natural que se sentía único en el mundo.
Ya
no oía el exterior, ninguno de ellos dos. Sentía sumergida su cabeza en un
enorme recipiente, cual astronauta, sólo que no prescindía de él para
subsistir. Era un limbo bajo tierra, bajo agua, debajo suyo. Formulaba palabras
pero ninguna tenía sentido, balbuceaba sin cesar, y César no estaba... y lo
había esperado. Ya se quería ir, sin importar el diámetro que su giro tomase
eso estaba lejos de ser un desacelerador. Al contrario, más se alejaba del
centro más rápido viraba, más rápido se movía todo en derredor. Ya ni siquiera
podía ver con claridad.
No
oir. No ver. Sólo restaba no entender, ¿no? Pero ésa era la base del problema.
La comprensión del lugar en que estaba, yendo y viniendo sin ganas, sin un fin
que fuera digno y fino. Era un viaje (por no decirle vuelo) de ida, volver
significaba conectar uniones desmosoma con la gravedad, contra quien lucha sin
cesar, que sigue sin llegar.
Y
era difícil atar a quien lo único que quería era escapar, cual barco en
altamar, ausente de una buena ancla para amarrar a algún lugar. Exhaustiva
fluidez, velocidad que iba adquiriendo conforme deseba deshacerse de ella.
Ataduras,
huh! Pero si este pececito en el medio del mar no puede subir ni bajar,
entonces cabría la posibilidad que un hilo lo estuviera atravesando de par en
par, casi una soga para la ropa.