domingo, 22 de marzo de 2015

Porque volver no siempre es RETROCEDER

Se imponen. Casi como órdenes se aparecen delante mío, tan nítido, tan claro. Pareciera incluso que puedo tocarlos. Deseos, inquietudes... pero sea lo que sea, debo hacerlo, casi ya como una necesidad, algo que no puedo evitar y al mismo tiempo deseo realizar. Algo que me esfuerzo por ordenar, por hacerlo pasar de mi propio plan y plano mental hacia algo más real, más tangible y más fácil de visualizar. Es reencontrarme conmigo misma, sentada en algún bar, de algún barrio; ya sea afuera en la vereda, o adentro al lado de alguna ventana viendo la vida pasar(-me); ese café que me transporta hacia afuera. No un afuera físico, más bien me ubica al costado, por un momento, por un efímero ratito me lleva al costadito de la ruta a ver cómo los autos pasan sin que me pasen, a ver cómo la gente camina y grita sin estar yo caminando y gritando, a verme a mí, desde un auto que pasa por la ruta, desde una bici que cruza la bocacalle, desde una persona sentada en un bondi que tiene la mirada perdida a través de la ventanilla, a verme ahí, sentada al costado de la ruta, al lado del camino, al margen de la vida, casi como si no estuviera y no fuera mía, pero simultáneamente sin dejar de vivirla.

Es una sensación casi homologable a la de bañarse en el mar. Ese vaivén de las olas, que lleva y trae la sal, los peces y algas; que lleva y trae al mar (o el mar), la vida misma oscilando en un desierto oceánico.

Toda esta excentración de mi yo, de mi mí, me trae una bocanada de aire fresco, un vientito de montaña, un suspiro de pajaritos, que me renueva y rellena de energías para poder seguir, para poder vivir. Me reencuentra conmigo y con esos vicios juveniles que me llevaban a pasar infinitas horas (y hojas) sentada sola en algún bar de algún barrio porteño, al costado del mundo para, de esta manera, poder seguir formando parte de él.

Nunca por mis propios medios, siempre hoja en blanco mediante y birome negra en mano, presente. 

(12-03-2015)

viernes, 13 de febrero de 2015

Armar y desarmar


Todo tiene que encajar. Todas las piezas deben estar enteras y ser funcionales. Desde que de chico jugaba con los ladrillitos lego me volví un aficionado de los encastres. Siempre estaba atento de esas pequeñas cosas, de que todo, de la manera que fuese, encajase a la perfección. Así fue que empecé, también de chico, a hacer rompecabezas; es decir, no sólo a jugar con ellos sino también a diseñarlos. Es impresionante la manera en que las piezas encajan entre sí; aún hoy, tantos años después, no conozco ninguna sensación semejante a la que uno siente cuando logra unir dos fichas del rompecabezas y empieza así a descifrar el dibujo que esconden las pequeñas formitas, que en realidad es un gran dibujo que requiere de todas las partes para cumplir con su destino de ser, no obstante cada fichita individual es un mundo entero por descubrir, que nos deja entrever su verdadero yo; nos da todas las herramientas que puede para que interpretemos en dónde estaba en un principio para pasar de ser una línea de color rojo a ser una flor.
La parte más difícil, como todo en la vida, es siempre la primera. Tanto de un lado como del otro. Empezar a armar un rompecabezas es abrir de par en par un par de puertas, puertas que nos llevan a un mundo lleno de parejas por descubrir, parejas por armar, parejas que irán uniéndose para formar grupos, para formar mundos. Hay mundos que se fusionarán, primero tienen que derretirse, cada cual en sus límites sin intenciones de cruzarlos, pero esos límites comienzan a volverse borrosos, confusos, poco definidos. Ambos mundos confluyen en un universo diferente, un universo lleno de maravillas por encontrar, huecos por llenar y agujeros negros que querrán acaparar la atención. Aunque una vez que se arranca es complicado frenar, hay veces que tenemos que frenar. Yo no he encontrado ninguna cosa más maravillante que la de ir armando, formando, creando cosas, sean esas cosas rompecabezas, caminos, ciudades, mundos, mi vida; pero no todo es perfecto. Hay veces que por más que queramos y que intentemos, hasta incluso nos esforcemos, si la tuerca está fallada será una hazaña casi imposible ajustarla con firmeza. Por el otro lado, empezar a pensar en diseñar un rompecabezas es aún una tarea más complicada. No sólo tengo que imaginarme qué diseño sería interesante descubrir con cada mundo por crear sino que, además, debo ingeniar nuevas formas para las pequeñas piececitas, darle otra vuelta de tuerca.
Yo siempre me pregunté por qué eran todos los rompecabezas de la misma manera. No quiero ser mal interpretado, pero a veces era aburrido ver la pila de fichas adentro de las distintas cajas. Qué curioso, ¿no?, decir distintas cajas cuando estoy diciendo al mismo tiempo que la pila de fichas era aburrida, como si siempre fuese una sola pila colocada en una cantidad de cajas diferentes. Es que a decir verdad, eran todas la misma pila, eran todas iguales. A mí me gusta comparar esos juegos de rompecabezas con las muñecas hechas en serie; esos juegos estaban cortados (en serie) por una única máquina que sólo tenía variaciones en cuanto a la cantidad de fichas que querían lograrse de cada figura, pues las formas se repetían con un mismo patrón constante, uno atrás del otro, atrás del otro, atrás del primero, y adelante del último. Así infinitas veces. Eso fue lo que me llevó a querer diseñar rompecabezas. Idear nuevas formas para las fichas, cortar cada rompecabezas como si fuera único, es decir, no era nada descabellado pues cada rompecabezas es único en verdad, sólo que a veces la urgencia en la que vivimos nos lleva a olvidar esos detalles...
El Tetris es otro buen ejemplo de los encastres, es un juego basado en encastrar, en completar, en llenar los espacios vacíos, en no dejar espacios vacíos. A decir verdad, es bastante más similar de lo que creemos a la vida misma. Ésa es, entre otras, una de las razones por las cuales ese tipo de juegos son para mí los más interesantes, son fieles reflejos de nosotros mismos. Se parecen en mucho más de lo que me atrevo a creer; sin ir más lejos, es esa la manera en la cual planifico mi semana, tratando de llenar los huecos vacíos, de que no haya tiempo ni espacio muerto, que todo tenga su razón de ser y su fin final, que finalmente termina siendo un fin último, formado por cada fin menor que fue finalizando a lo largo de cada día de cada semana. Y así fin tras fin, finamente analizándolo logro hacer que dos cosas que parecían ser incompatibles, se vuelvan compatibles, que dos cosas que no querían combinarse puedan convivir (finalmente).
                No sólo empezar es un desafío, el nudo, la maraña de nudos en el centro también nos inquieta. Aquél desorden sin orden aparente es la mejor manera de organizar el medio, de crear un camino con muchas alternativas, subidas, bajadas, cruces. Ni hablar de retrocesos, marchas atrás necesarias para alejarse del enredo que nos rodea para poder apreciarlo a la distancia; así puedo ir tomando mis decisiones, intentando en el proceso, observar todas mis opciones y todas las posibles consecuencias. Hasta que de pronto, sin previo aviso, se abren nuevos caminos, nuevas caídas que conllevan nuevas consecuencias que nunca pudieron ser contempladas porque las tenía fuera de foco, fuera del marco… Y de repente tengo que frenar una vez más para volver a ver la gran foto, que al haberla acercado tanto a mi nariz me resulta imposible observarla con la nitidez que necesito.

                Y finalmente volvemos al fin, el mismo fin que nos genera un conjunto de sensaciones encontradas con las que no sabemos qué hacer, cómo manejar, cómo sobreponernos a cada uno de esos pequeños fines. Ahora la cinta cambia, ya no se parece a los juegos. Terminar un rompecabezas y ver la imagen que formamos, o ganar el ‘high score’ de un juego de Tetris, o incluso terminar de ordenar nuestro placard no nos genera la inquietud ni la angustia que en general caracterizan a los finales. En cambio, es más parecido al vacío, a la perplejidad que me queda luego de terminar de leer cada una de las obras que leo. Hay veces que el final me deslumbra tanto, pero tanto que durante días no puedo dejar de leerlo y releerlo, y cada vez con la boca más y más abierta. Otras tantas veces, esos finales me decepcionan tanto que no quiero hacer otra cosa que guardar el libro en el fondo de la biblioteca y esperar que se llene de polvo. Incluso a veces me pasa que termino el libro ansioso de leer el siguiente. Sin más rodeos, lo que siempre me termina ocurriendo con los finales es que me sorprenden, de una manera positiva o incluso negativa, pero me dejan con una perplejidad tal que necesito tomarme unos cuantos minutos para procesar aquello que acabo de enterarme, y hasta a veces debo dejar pasar un tiempo prudencial para volver a empezar. A empezar cualquier cosa,  cualquier libro, incluso para continuar viviendo.