miércoles, 22 de junio de 2016

Caleidoscopio atemporal

Una imagen que recurre. Día por medio me enfrento con algún evento, afortunado si será, que acarreará consigo esa (misma) imagen de pasados inviernos. La escena se convertía en video y en cuán felices recuerdos. Envueltos en un magma musical conformado por la poesía no tan nueva, pero siempre vigente del querido Charly ‘No tienes pro-fe-sión’, arpegio, silencio. Ese silencio pentagramal se volvía un silencio colectivo, y en aquél video que se estaba reproduciendo en el fuero interno de mis ojos, los tres conteníamos la respiración, boquiabiertos y ojiabiertos, expectantes; como si algo excepcional estuviera a punto de ocurrir y en el máximo segundo de desesperación, cuando casi nos poníamos de pie adentro del LTA sin jerarquizar el límite físico que el techo establecía, el aire se volvía a inundar con el siguiente arpegio y la voz que ahora decía ‘En invierno nohay sol’. Sin ningún ápice de voluntad, cantábamos al unísono, desafinando sistemáticamente, tanto con los agudos como en los graves, incluso entonábamos los arpegios creyendo ya sabérnosla de memoria. Error. Sin embargo, era un dulce error, o mejor dicho, nuestro error compartido.
Era de noche, aunque creo que ya lo dije. Era tan tarde que ya no había dueños con sus perros vagabundeando por las desoladas veredas teñidas de azul. No sé de dónde volvíamos, o a dónde nos dirigíamos, lo importante es que el contexto era el interior de nuestro coche, patente LTA 810, y como no era sorpresa, la radio sonaba en la frecuencia favorita del núcleo, la 98.3, que en aquel entonces era ‘puro Rock Nacional’. De más está decir que esa fue la primera radio que alguna vez escuché. Lástima que ya no es lo que era. En fin, volviendo. Adentro del auto. Aquello que resuena en mi recuerdo es que tanto las luces como el motor estaban apagados, haciéndonos parte de la maravilla nocturna que reinaba en el ambiente, con todas las persianas cerradas con un minucioso hermetismo y las luces callejeras brillando por su ausencia. Simplemente estábamos.
Rodeados por un silencio relativo interceptado por los tarareos, cantos y gritos involuntarios que acompañaban a la fantástica canción como una mochila, a veces innecesaria, pero sólida compañera, así estábamos. Los tres habíamos dejado de lado nuestras individualidades para volvernos uno con la melodía, olvidando hasta cómo fue que habíamos llegado a esa situación; incluso en el recuerdo me dejaba con una media sonrisa y la sensación de un mimo al corazón.
‘Di-s es empleado en un mostrador, da para re-ci-bir’. El acompañar tarareando se convirtió en acompañar con gritos cargados de emoción y puños que se cerraban en un énfasis absurdo. Mi yo de aquel entonces se abstrajo de la situación, dejando unos versos sin cantar sólo para observar cómo algo tan ajeno, pero a la vez tan propio como la música que sonaba trascendiendo décadas nos unía en una. Me pareció divertido, ya que sin motivo aparente no habíamos salido del auto y lo único que permanecía encendido era la radio, con sonidos de otra época, que volvía a la vida con cada reproducción.
Por sentarme en el colectivo, ahora yo sola, cantaba para mis adentros ‘Y tal vez esperé demasiado, quisiera que estuvieras aquí’ mientras fantaseaba con mi guitarra imaginaria los acordes aislados de aquellos versos. Demasiado. De más. Nunca fui muy amiga de esa palabra ya que le encontraba una connotación más bien negativa. Mucho era mucho mejor para decir (casi) lo mismo. Esto es una recurrencia de todos modos, ya que hacía ‘demasiado’ tiempo que evitaba ‘demasiado’ usarla positivamente, como ‘mucho’. Mi dupla preferida estaba llegando al súmum de la canción al compás de ‘Fui a dar a la calle de un puntapié’ y allá lejos en la historia, la fuerza de las voces del trío iba reduciendo de a cuantos, la energía se transformaba en una más nostálgica (por la canción), pero igual de cálida (por nosotros). Ya recordaba, habíamos llegado, y así y todo nos quedamos adentro del auto sólo y gracias a aquella entrañable canción, tan de ayer y tanto más de hoy, de mi hoy.
El canto se hizo susurro, miradas cómplices recorrían nuestras sonrisas cuando comenzó a asomar la última estrofa, con la misma mezcla de tristeza y alegría que me inunda cada vez que se detiene mi rutina para traerme al recuerdo esta escena. ‘Hace cuatro años que estoy aquí, y no quiero salir’. Si bien fueron tan sólo minutos en el tiempo medido por los relojes, se sentía como un para siempre comparable al segundo que podemos volar con los saltos de danza, aquél momento de segundos.
‘Ya no paso frío y soy feliz, mi cuarto..’ ¡Uh, flaca disculpá! – una voz de un desconocido me devolvó al asiento frío y solitario del 132. Se le habían enganchado mis auriculares con su paraguas. Parpadeé unas cuatro, cinco veces, le sonreí y volví a escabullirme adentro de mis oídos, dispensando del resto de mis sentidos. ‘Y aunque a veces me acuerdo de ella’. Seguía sonriendo, pero lo hacía mientras entornaba mis ojos inmiscuyéndome en el mecedor mundo de los recuerdos.
Los segundos se hacían minutos, y éstos iban directo a pisarle los talones a la eternidad, y paz se abrió camino por entre las rendijas y ahora las voces casi imperceptibles hablaban para nuestros adentros ‘Dibujé su cara en la pared’. Este eterno retornar al pasado me lleva en un tren de deseos porque ese día hubiera sido un domingo, pero para ser franca, no lo recuerdo; y cada vez que me subía a ese tren, lo era. ‘Solamente muero los domingos’, no por nada lo asocio a ese día, incluso por el último verso sería más atinado decir que eran las doce menos diez, y que con la primera campanada del lunes los tres cantábamos con Sui Géneris, intentando imitarlos ‘Y los lunes ya me sien-to bieeeen…’ y después los tres rasgueos del final del cuento. Así de rápido como en silencio nos quedamos sentados, la música nos volvió uno, una única persona incluso con todas nuestras discrepancias y aquellas escasas similitudes.


Como era de esperar, el momento terminó casi igual que mi recuerdo se desvaneció, pero vive eternamente en mí; fue un pacto tácito de compartir el disfrute de aquella canción que trascendiendo épocas se volvía ubicua y nos mimaba el alma. De inmediato, cuando terminó, salimos los tres del auto. Como si nada hubiera pasado.