Una imagen que recurre. Día por medio
me enfrento con algún evento, afortunado si será, que acarreará consigo esa
(misma) imagen de pasados inviernos. La escena se convertía en video y en cuán
felices recuerdos. Envueltos en un magma musical conformado por la poesía no
tan nueva, pero siempre vigente del querido Charly ‘No tienes pro-fe-sión’, arpegio, silencio. Ese silencio
pentagramal se volvía un silencio colectivo, y en aquél video que se estaba
reproduciendo en el fuero interno de mis ojos, los tres conteníamos la
respiración, boquiabiertos y ojiabiertos, expectantes; como si algo excepcional
estuviera a punto de ocurrir y en el máximo segundo de desesperación, cuando
casi nos poníamos de pie adentro del LTA sin jerarquizar el límite físico que
el techo establecía, el aire se volvía a inundar con el siguiente arpegio y la
voz que ahora decía ‘En invierno nohay
sol’. Sin ningún ápice de voluntad, cantábamos al unísono, desafinando
sistemáticamente, tanto con los agudos como en los graves, incluso entonábamos
los arpegios creyendo ya sabérnosla de memoria. Error. Sin embargo, era un
dulce error, o mejor dicho, nuestro error compartido.
Era de noche, aunque creo que ya lo
dije. Era tan tarde que ya no había dueños con sus perros vagabundeando por las
desoladas veredas teñidas de azul. No sé de dónde volvíamos, o a dónde nos
dirigíamos, lo importante es que el contexto era el interior de nuestro coche,
patente LTA 810, y como no era sorpresa, la radio sonaba en la frecuencia
favorita del núcleo, la 98.3, que en aquel entonces era ‘puro Rock Nacional’. De
más está decir que esa fue la primera radio que alguna vez escuché. Lástima que
ya no es lo que era. En fin, volviendo. Adentro del auto. Aquello que resuena
en mi recuerdo es que tanto las luces como el motor estaban apagados,
haciéndonos parte de la maravilla nocturna que reinaba en el ambiente, con
todas las persianas cerradas con un minucioso hermetismo y las luces callejeras
brillando por su ausencia. Simplemente estábamos.
Rodeados por un silencio relativo interceptado
por los tarareos, cantos y gritos involuntarios que acompañaban a la fantástica
canción como una mochila, a veces innecesaria, pero sólida compañera, así
estábamos. Los tres habíamos dejado de lado nuestras individualidades para
volvernos uno con la melodía, olvidando hasta cómo fue que habíamos llegado a
esa situación; incluso en el recuerdo me dejaba con una media sonrisa y la
sensación de un mimo al corazón.
‘Di-s es empleado en un mostrador, da para re-ci-bir’. El acompañar tarareando se
convirtió en acompañar con gritos cargados de emoción y puños que se cerraban
en un énfasis absurdo. Mi yo de aquel entonces se abstrajo de la situación,
dejando unos versos sin cantar sólo para observar cómo algo tan ajeno, pero a
la vez tan propio como la música que sonaba trascendiendo décadas nos unía en
una. Me pareció divertido, ya que sin motivo aparente no habíamos salido del
auto y lo único que permanecía encendido era la radio, con sonidos de otra
época, que volvía a la vida con cada reproducción.
Por sentarme en el colectivo, ahora
yo sola, cantaba para mis adentros ‘Y tal
vez esperé demasiado, quisiera que estuvieras aquí’ mientras fantaseaba con
mi guitarra imaginaria los acordes aislados de aquellos versos. Demasiado. De
más. Nunca fui muy amiga de esa palabra ya que le encontraba una connotación
más bien negativa. Mucho era mucho mejor para decir (casi) lo mismo. Esto es
una recurrencia de todos modos, ya que hacía ‘demasiado’ tiempo que evitaba
‘demasiado’ usarla positivamente, como ‘mucho’. Mi dupla preferida estaba
llegando al súmum de la canción al compás de ‘Fui a dar a la calle de un puntapié’ y allá lejos en la historia,
la fuerza de las voces del trío iba reduciendo de a cuantos, la energía se
transformaba en una más nostálgica (por la canción), pero igual de cálida (por
nosotros). Ya recordaba, habíamos llegado, y así y todo nos quedamos adentro
del auto sólo y gracias a aquella entrañable canción, tan de ayer y tanto más
de hoy, de mi hoy.
El canto se hizo susurro, miradas
cómplices recorrían nuestras sonrisas cuando comenzó a asomar la última
estrofa, con la misma mezcla de tristeza y alegría que me inunda cada vez que
se detiene mi rutina para traerme al recuerdo esta escena. ‘Hace cuatro años que estoy aquí, y no quiero salir’. Si bien
fueron tan sólo minutos en el tiempo medido por los relojes, se sentía como un
para siempre comparable al segundo que podemos volar con los saltos de danza,
aquél momento de segundos.
‘Ya no paso frío y soy feliz, mi cuarto..’ ¡Uh, flaca disculpá! – una voz de un
desconocido me devolvó al asiento frío y solitario del 132. Se le habían
enganchado mis auriculares con su paraguas. Parpadeé unas cuatro, cinco veces,
le sonreí y volví a escabullirme adentro de mis oídos, dispensando del resto de
mis sentidos. ‘Y aunque a veces me
acuerdo de ella’. Seguía sonriendo, pero lo hacía mientras entornaba mis
ojos inmiscuyéndome en el mecedor mundo de los recuerdos.
Los segundos se hacían minutos, y
éstos iban directo a pisarle los talones a la eternidad, y paz se abrió camino
por entre las rendijas y ahora las voces casi imperceptibles hablaban para
nuestros adentros ‘Dibujé su cara en la
pared’. Este eterno retornar al pasado me lleva en un tren de deseos porque
ese día hubiera sido un domingo, pero para ser franca, no lo recuerdo; y cada
vez que me subía a ese tren, lo era. ‘Solamente
muero los domingos’, no por nada lo asocio a ese día, incluso por el último
verso sería más atinado decir que eran las doce menos diez, y que con la
primera campanada del lunes los tres cantábamos con Sui Géneris, intentando
imitarlos ‘Y los lunes ya me sien-to
bieeeen…’ y después los tres rasgueos del final del cuento. Así de rápido como
en silencio nos quedamos sentados, la música nos volvió uno, una única persona
incluso con todas nuestras discrepancias y aquellas escasas similitudes.
Como era de esperar, el momento
terminó casi igual que mi recuerdo se desvaneció, pero vive eternamente en mí;
fue un pacto tácito de compartir el disfrute de aquella canción que
trascendiendo épocas se volvía ubicua y nos mimaba el alma. De inmediato,
cuando terminó, salimos los tres del auto. Como si nada hubiera pasado.